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cho que, conscientes de las debilidades del otro más que de las
propias, constantes y lúcidos para ellas únicamente, velaban,
tácitos, uno sobre el otro. Si algo refutaba las insinuaciones de
Tomatis, según el Matemático, era justamente la consideración
de Washington hacia Cuello  según el Matemático, ¿no?, quien,
además de desmantelar las afirmaciones de Tomatis respecto de
Cuello, aprovecha de paso para invalidar las que según él, To-
matis ha tenido el coraje de lanzar sobre la Chichito: Más se
quisiera él que sea virgen. Eso lo consolaría de sus intentonas.
La que él no se pasa al. cuarto o es una histérica o es una bur-
guesita.
Pero el Matemático se calla, y por dos razones: la primera,
porque se considera, y sin duda lo es, como dicen, un caballero,
o sea que, teniendo en cuenta que la virginidad de la Chichito,
según la expresión exacta con que lo piensa, le importa tres pe-
pinos, del mismo modo que la virginidad en general, no quiere
que Leto, que lo escucha con atención, pueda pensar que está
tratando de sugerir que la Chichito no es virgen y la segunda,
más importante que la primera en realidad, porque no le gusta-
ría que, si se extiende demasiado sobre el problema, Leto de-
duzca que la virginidad en general, ese no objeto por excelen-
cia, pueda haber ocupado un lugar, por insignificante que sea,
en sus reflexiones. Pero una tercera razón contribuye también a
determinar su silencio: están llegando a la esquina, y como en
el cruce la calle deja de ser peatonal, el mismo atolladero de va-
rias cuadras antes, cuando han bajado con Tomatis a la calle y
se han puesto a caminar por ella, se repite en sentido inverso.
Cruzar va a ser, parece expresar la cara del Matemático, cuando
se paran en el cordón y sopesan, como se dice, el panorama, un
problema, pero en fin, trataremos de resolverlo  lee Leto en la
cara del Matemático, cuya concentración en la tarea que se ave-
cina se vuelve tan grande, que sacudiendo leve y pensativo la
cabeza, y acariciándose, mecánico, el mentón, ante el asombro
inenarrable de Leto, bajito y distraído, se pone a canturrear.
Es verdad que la situación es compleja: los coches que vienen
del Oeste por la transversal, como hacia el Norte la calle princi-
pal está para uso exclusivo de peatones, se ven obligados ya
sea a continuar hacia el Este, ya sea a doblar por la calle princi-
pal en dirección al Sur, en tanto que los que vienen por la calle
principal de Sur a Norte, deben doblar, por las mismas razones,
en dirección Este por la transversal  o deberían, mejor, porque,
por el momento, las hileras diferentes de coches que se encuen-
tran en el cruce están atascadas y no avanzan, sin exagerar, ni
un milímetro, inmóviles y como desparramadas sin orden en la
calle, a pesar de los esfuerzos teóricos y del revoleo de brazos
del vigilante que ha abandonado su tarima y que, añadido por la
experiencia histórica del maquinismo al proyecto excesivamente
abstracto de Hipodamos, justifica, por su impotencia y a poste-
riori, la invención del semáforo, no menos abstracto a decir ver-
dad en su periodicidad mecánica, inadecuada a la no periodici-
dad de los fenómenos, que la invención de Hipodamos cuyas
imperfecciones pretende corregir. A Leto, entre tanto, no se le
va el asombro ni, y por qué no, la decepción vaga: en primer
lugar, el canturreo del Matemático, su automatismo preocupado,
no condice con el autocontrol férreo que le atribuye, tal vez por
su formación científica y por su origen social, y en segundo lu-
gar porque esa letra de tango, en boca del Matemático, le suena
como un anacronismo, dándole una impresión semejante a la
que le produciría una voz de soprano saliendo de entre los la-
bios de un boxeador. Además, la reacción del Matemático le pa-
rece desproporcionada en relación con el obstáculo que deben,
como se dice, franquear  hay, ahora, algo atroz en su cara, no
muy diferente del pánico, que el bronceado europeo parejo, que
cumple la función, involuntaria desde luego, de una máscara,
deja pasar al exterior. Y a eso se agrega que el canturreo, en
lugar de desarrollar la melodía haciendo progresar la letra de la
canción, vuelve a repetir una y otra vez el mismo dístico, sobre
el mismo fragmento melódico, pero en un tiempo cada vez más
acelerado, en voz cada vez más baja, con una dicción en la que
aumenta el empastamiento y que de ese modo vuelve incom-
prensibles las palabras, a medida que la mirada en la que des-
punta el pánico resbala sobre los coches inmóviles de los que los
paragolpes, que casi se tocan, exigirán, al que quiera cruzar,
una pericia extrema. La mirada del Matemático se detiene, in-
quieta, en el espacio estrecho que dejan los paragolpes, y des-
pués se dirige hacia su propio pantalón. "Los pantalones", pien-
sa Leto, que ha ido siguiendo al Matemático en todas sus fases
de desolación. "La amenaza de una mancha en los pantalones."
El alma, como le dicen, de la que decía hace un momento pare-
cerle a un servidor que es, no cristalina, sino pantanosa, "el al-
ma del Matemático", piensa Leto, sin representarse, desde lue-
go, la palabra alma, y sin tampoco, como la mayor parte del
tiempo, con nada parecido a palabras, "el alma del Matemático,
que distingue con facilidad lo verdadero de lo falso, el bien del
mal, y que posee la entereza suficiente como para poner las co-
sas en su lugar si Tomatis echa a correr la calumnia por las ca-
lles, se derrumba y deshace ante la posibilidad de una mancha
en los pantalones".
Haciéndose cargo de la situación, y simulando no haber perci-
bido ningún cambio en la actitud del Matemático que ahora,
aunque no menos inquieto, ha dejado por fin de canturrear,
hecho que comprueba con alivio, Leto se pone a buscar, por en-
tre los paragolpes demasiado juntos, algunos que les permitan
pasar a la vereda de enfrente. Hay por lo menos tres filas atas-
cadas en la transversal, aunque en el caso actual la noción
misma de fila es inadecuada, debido a la posición irregular de
los coches, encastrados en los espacios que han ido quedando
libres como si hubiesen hecho su aparición únicamente con el fin
de llenarlos  pero ahora, en toda la transversal, no queda un
solo espacio libre y habría que ponerse en puntas de pie y otear
por lo menos una cuadra y media hacia el Oeste para ver los úl-
timos vehículos que todavía se mueven, agregándose con pru-
dencia, si puede usarse la expresión, a los que ya no consiguen
avanzar. Decidido, Leto inspecciona, teniendo en cuenta toda
clase de detalles, los paragolpes, y después levanta la vista y ve
que en la vereda de enfrente cuatro o cinco personas buscan
también un paso en sentido opuesto, pero cuando encuentra un
espacio de unos pocos centímetros se vuelve hacia el Matemáti-
co  paralizado por la ineluctabilidad de la mancha, todo el ser
concentrado en los pantalones blancos deslumbrantes y [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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