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Pero pronto dieron fin con ambos productos.
Los nidos fueron cosechados antes de que estuviese cabal la puesta y las aves emigraron, el
miedo de quedarse sin cosechas si talaban los sembríos y los terribles cólicos que les
ocasionaba el abuso de la hoja sin madurar les obligó a hacer uso del dinero ganado en
jornales. Y como nunca, por la primera vez quizá esperaban todos con ansia su turno de ir
como pongos a la ciudad.
Cuatro pongos y un vendedor aljiri daba la hacienda. Quedábase el patrón con el aljiri y un
pongo y alquilaba los otros tres a sus amigos y parientes, en precios que variaban de ciento
cincuenta a doscientos veinte pesos anuales. En todos los periódicos se leía su anuncio:
PABLO PANTOJA ALQUILA PONGOS CON TAQUIA
De pongo, por lo menos tenían algo que comer en casa de los patrones. Y ellos lo sólo que por
el momento pedían era comer, matar el hambre, es decir, vivir.
Agiali fue de los últimos en tornar a la hacienda. Cuando madre e hijo se encontraron al
atardecer sobre el camino, ahora festoneado de verdes franjas vistosas y hasta perfumadas,
apenas pudieron reconocerse, pues habían cambiado mucho los dos. Ella estaba más vieja y
hondas arrugas acentuaban el rictus de su boca amarga; su cabellera sin lustre parecía
quemada por el sol y brillaban en ella mechones blancos, amarillentos y sucios. El venía flaco y
envejecido, pero risueño.
Sonrieron al verse, y ésa fue su sola demostración de afecto.
¿Traes dineros bastantes? preguntó la madre, con los ojos esperanzados en la grata
respuesta.
¡Psh!...
Y el mozo se alzó de hombros, siempre sonriendo. Ella dio un suspiro de satisfacción ya sabía
que su hijo venía con dineros.
¿Y cómo van mis bestias? ¿Han enflaquecido? Tú estás un poco delgada...
Y tú también. Las bestias...
Contó. Las bestias estaban bien, aunque algo flacas. ¿De dónde quería él que buscasen su
sustento por esa época? ¿De la tierra, acaso? No; no estaban gordas, pero ella había hecho lo
posible por que no se muriesen de hambre. Las llevaba todos los días a los totorales del lago, y
así pudo lograr que no se arruinasen del todo.
¿Y por qué no vino Wata-Wara a mi encuentro? Creí verla contigo.
La anciana hizo otro gesto vago, con ese despego por el que disminuye el caudal de una dicha.
Y contó también:
Wata-Wara estuvo enferma, bien enferma, de un accidente comprometido. Días hubo que se
creyó iría a morirse, y no faltaron quienes no daban una piedra por su vida; pero su fuerte
juventud y los cuidados inteligentes del viejo Choquehuanka la habían salvado...
¿Sabes? Los cerdos del lago comieron carne blanda, como querías.
El mozo tomó poco interés en el relato y únicamente se alegró de que no ofreciese ningún
peligro la salud de su novia. Traía con qué casarse, derrochando lujo, y lo demás le era
indiferente.
Y ahora, ¿cómo sigue?
Está mejor; pero todavía no puede ir al cerro a pastorear sus ganados. Se siente sin fuerzas,
y apenas anda por la casa cuidando los conejos y las gallinas o tejiendo las prendas que has
de lucir en tu matrimonio. Han tenido que llamar a un minga para cuidar de sus bestias.
¿Y se han muerto algunas?
Dicen que no. Los Coyllor tienen suerte en todo. Y es que los protegen la Chulpa y
Choquehuanka.
¿Y cómo cayó enferma?
Cosas de la Chulpa. Se entregó en sus manos, y ella lo hizo todo. Yo no sé: nunca he sido
mala hembra.
¿Tienes algo para ofrecerme? Me estoy muriendo de hambre dijo el mozo, sin sentir la
injusticia de la alusión.
La vieja hizo otro gesto. Los comestibles no eran abundantes en casa. Habíase agotado la
quinua que dejara y vivían con las verduras y algas recogidas del lago, con huevos de pato
cocidos al agua, y si la fortuna se mostraba propicia, con la carne espinosa de los carachis o de
algún pato cogido, por milagro, en red. Ella más bien contaba con algún sabroso presente y por
recibirlo había salido a su encuentro.
¿No tienes pan? dijo señalando con una mirada el atado que el mozo traía sobre las
espaldas.
Traigo algunos, y te los daré en casa; pero ayúdame a llevar esto, que estoy rendido.
Y pasó el bulto a la madre hambrienta.
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